La acababan de abandonar, llena de desamor sollozaba por dentro y sus ojos brillaban por fuera. Quién sabe quién podría consolar su llanto cuando llegara a casa.
Aquella tarde volvía en el tranvía, y era despedida por un rostro sin preocupación, con la tremenda gana de que acabara ese momento, quizás en él la vida volvía a empezar, para ella seguiría transportándose a sus labios, a sus pestañas, a sus caderas, al juego serpenteante que en el lecho comenzaron a dibujar la primera vez que durmieron juntos. Aquel calor al abrazarla, al notar sus respiros en su cabeza, y esos besos en la frente.
Los días siguientes el nudo en la garganta sólo era mitigado comiendo miga de pan, aquella miga de pan que juntos despedazaron la noche que sus labios comenzaron a jugar a que el viento no pasara entre ellos.
Me sentí tan dentro de ella al verla, apoyada en la puerta de cristal agarrando el carro del niño que jugaba con un muñeco de plástico, que no tuve más remedio que recordarla varios meses después. Me recordó a otros días que mis vueltas a casa eran similares a esta cuando recordé su misma despedida, corriendo y sin buscar mi mirada desde la otra acera...
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